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Los encuentros de los jefes de Estado en América Latina fueron desde su origen en el siglo XIX, foros en los que el propósito común fue lograr la unidad de los países de la región, frente a escenarios de adversidad. Fueron también, hay que decirlo, espacios de discordia entre los participantes. En 1826 se llevó a cabo el primero de esos encuentros, conocido como Congreso de Panamá, en el que el tema central fue apoyar los procesos de independencia de Cuba y Puerto Rico.
Uno de los principales impulsores del Congreso de Panamá fue el canciller mexicano Lucas Alamán, quien desde entonces tenía claro que el interés específico de México pasaba por mantener una relación cordial y de respeto con Estados Unidos, independientemente de la pertenencia cultural y fraternal del país a Latinoamérica. Siendo diputado novohispano en 1812, Alamán promovió en las Cortes de Cadiz la unión hispanoamericana (con España incluida), y abogó por el impulso al comercio entre los jóvenes países de América.
El Congreso de Panamá derivó en una invitación de Alamán a los países asistentes para que culminaran sus trabajos en Tacubaya (por entonces un área campestre de descanso, fuera de la Ciudad de México), por gozar de mejores condiciones de salubridad que la entonces Panamá, que era una región anexada a la Gran Colombia. Ni Argentina ni Chile mandaron representantes a Tacubaya, para restarle protagonismo a Bolívar, mientras que Brasil no fue invitado, y Perú y Bolivia no llegaron finalmente. Así naufragó el sueño bolivariano de la unidad latinoamericana, que tanto añoró Alamán.
Casi 200 años han transcurrido desde entonces, y en ese lapso América Latina experimentó un caótico transe, sobrado de episodios de guerra interregional, asonadas, revoluciones, guerrillas y golpes de Estado. Fue hasta los años 90 del siglo pasado cuando los causes institucionales y de entendimiento, plurales e incluyentes, comenzaron a ser la norma en el subcontinente. Para entonces dos instituciones eran ya pilares de ese encuentro permanente de las naciones latinoamericanas: la Organización de Estados Americanos, y la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), fundadas ambas en 1948. A esas reuniones se sumaron otras de trascendencia, como la Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno, que reúne a todos los mandatarios de la región, más los de España y Portugal; y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), fundada en 2010 a instancias de Felipe Calderón, presidente de México, quien fue el primer anfitrión ese año, en Playa del Carmen. La Celac surgió como un foro permanente para la integración y el desarrollo de América Latina, inferior a la OEA, y expresamente concebida para los países de la región.
Desde 1823 y hasta 2018, la participación de México en todos los foros y cumbres de América Latina se dio en un ámbito de promoción al equilibrio hemisférico; esto es, nuestro país fue un reconocido puente de entendimiento entre los intereses y anhelos latinoamericanos y los de Estados Unidos. México fue reconocido como un interlocutor respetado y como punto de enlace entre ambas visiones del mundo. México logró al mismo tiempo mantener abierta y fluida su estratégica relación con Estados Unidos (la más importante para el país en el mundo), y su papel como "hermano mayor" de América Latina; referente de prestigio internacional, alejado de exabruptos y frivolidad, y carente de ideologización. México fue un punto de encuentro, e interlocutor considerado como factor de unión y no de división.
Sin embargo, desde su llegada al poder, el presidente Andrés Manuel López Obrador se empeñó en dinamitar la política exterior de México y la sustituyó por la del fomento al encono y la desunión. Plegó al país a las agendas e intereses de los más impresentables dictadores de la región, al tiempo que provocó una relación tirante con Estados Unidos y España por un lado, y de desdén frente a las más desarrolladas democracias latinoamericanas, por el otro. Ni Luis Echeverría ––titán de la promoción de México como un país del tercer mundo y apologista del sentimiento de orgullo por el subdesarrollo––, se atrevió a tanto.
En septiembre de 2021, justo en el mes y en el año del bicentenario de la Independencia de México, López Obrador agravió a los mexicanos y a las democracias latinoamericanas al invitar como orador oficial en la ceremonia oficial del 16 de septiembre, al sanguinario dictador de Cuba, Miguel Díaz-Canel, personaje al que arropó y defendió. Nunca un extranjero, ya no digamos un personaje de ese nivel, había encabezado en México un evento durante las fiestas patrias. Dos días después, nuestro país fue sede de la edición 2021 de la Celac en Palacio Nacional (residencia y vivienda de López Obrador), en la Ciudad de México.
López Obrador y su no menos cuestionado canciller Marcelo Ebrard hicieron de ese foro, la punta de lanza de su intentona golpista hacia la OEA, y de su intento por sustituir al organismo, algo aplaudido por los dictadores de la región, destinatarios de las más enérgicas condenas por parte de esa institución continental. El gobierno de México intentó convertir a la Celac en el mascarón de proa de la autodenominada 4T para situar a López Obrador como el nuevo Bolívar; un Simón Bolívar de Macuspana. Para ello, además de a Díaz-Canel, trajeron a Nicolás Maduro, el dictador y represor de Venezuela, quien ostenta de facto el cargo de presidente de ese país. También recibieron con los brazos abiertos a Luis Alberto Arce, el evista presidente de Bolivia, a Pedro Castillo de Perú (con todo y su folklórico sombrero, usado en espacios cerrados), y al representante del dictador nicaragüense Daniel Ortega.
Al final, se le cayó el espectáculo a López Obrador. La Cumbre fue un fracaso rotundo, y lo fue por varias razones. En primer lugar, porque no fue un foro latinoamericano, sino uno creado para apapachar a los presidentes nacional-populistas de América Latina. Solo Alberto Fernández de Argentina (otro del club) se excusó de acudir, ante la necesidad urgente que tiene de atender la crisis doméstica en su país, derivada de la paliza que los argentinos le propinaron al peronismo en las urnas en días pasados. Fue un fracaso también porque la nota no la dio el presidente de México, sino los presidentes Luis Lacalle de Uruguay y Mario Abdo de Paraguay. Ambos mandatarios increparon durante la sesión a Díaz-Canel y a Maduro, a quienes exhibieron como lo que son: dictadores, represores de sus pueblos y violadores de derechos humanos. La Celac de López Obrador fracasó de igual modo porque la 4T no logró su objetivo de golpear a la OEA, ni mucho menos logró su objetivo de posicionar al presidente de México como el nuevo "libertador" de la región.
Finalmente, el encuentro fue un fracaso, porque constituyó un abierto agravio y desafío a Estados Unidos y a la Administración de Joe Biden. Díaz-Canel representa al castrismo, que tiene en la Florida (estado rabiosamente republicano y trumpista), a su más importante resistencia en el mundo entre la comunidad cubanoamericana. Y por su parte, la DEA ha ofrecido 15 millones de dólares por la captura de Nicolás Maduro. El gobierno de Estados Unidos le cobrará caro a López Obrador el cierre de filas con las dictaduras de la región, mientras al mismo tiempo el presidente mexicano reta constantemente al país que es nuestro principal socio comercial en el mundo, cuya economía define la nuestra, que es la principal fuente de divisas de México (vía remesas), y que es el hogar de más de 25 millones de mexicanos.
La cereza en el pastel del fracaso de la Celac obradorista, la puso el canciller Marcelo Ebrard, quien aprovechó el foro para anunciar con bombo y platillo que América Latina se incorporará a la carrera por la conquista del espacio. Sí, ir al espacio es la prioridad regional del personaje del que Luis Almagro, secretario general de la OEA dijo: «Deseo que ninguna obra más que él haya hecho como jefe de gobierno de Ciudad de México se derrumbe, sin perjuicio de mi solidaridad de las víctimas de la línea del metro». Es tragicómico.
Parafraseando lo que se dice respecto de los cónclaves vaticanos, López Obrador entró a la sesión de Palacio Nacional sintiéndose el nuevo Bolívar, y salió siendo el agitador populista de siempre. Macuspana no engendra Bolívares. Y tampoco Ebrard es Lucas Alamán.
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