martes, 4 de enero de 2022

1822, el año que fuimos Imperio

 lectura 8 minutos


En 2022 se cumple el bicentenario del único momento en la historia en que México se se soñó grande y en el que fue una promesa de nación admirada por toda América Latina y temida por Estados Unidos, que por entonces era aún pequeño, vulnerable y débil.

El nuevo país, posible gracias a Don Agustín de Iturbide iba en la ruta de convertirse en una potencia en 1822. Era inmenso en territorio, recursos naturales, instituciones, cultura y prestigio, todo lo cual asombró a Alexander von Humboldt cuando lo visitó años antes.

La Nueva España fue durante tres siglos la joya de la Corona española. Era su más grande y rica posesión, la cual en 1794 alcanzó su máxima extensión territorial: abarcaba desde La Florida en el extremo más oriental, hasta la Alta California en el occidental; y de Quebec en el extremo más septentrional (jurídicamente posesión española), hasta la frontera del virreinato de la Nueva Granada en el sur (considerando que la Capitanía General de Guatemala le estaba adscrita). En tanto unidad territorial de más de 6 millones de kilómetros cuadrados, la Nueva España era solo comparable en extensión con los dominios de los zares rusos. La imagen de semejante inmensidad puede ser vista en el mapa que se encuentra en la sede de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística; la más antigua organización científica de América (fundada en 1833). Fue el momento cumbre de la Colonia, cuando la Nueva España era gobernada desde la metrópoli por Carlos IV (en cuyo honor se erigió la estatua "El Caballito"), y que aquí en su representación, administraba quien es considerado el mejor virrey en tres siglos: el conde de Revillagigedo, cuyo nombre era Juan Vicente Güemes Pacheco y Padilla.
Las características de México las tenía muy claras Agustín de Iturbide cuando en 1821 consumó la independencia nacional. Por eso tuvo la visión de concebir al nuevo país como un imperio, tal y como correspondía a una nación tan grande en todos los órdenes. Por entonces además, la forma de gobierno más común y aceptada en el mundo eran las monarquías, y la mayor aspiración de cualquier país con hambre de éxito era convertirse en un imperio. No es casualidad que el siglo XIX vio nacer o coincidir al mayor número de imperios políticos en la historia: los imperios español, francés, británico, ruso, alemán, austrohúngaro, otomano y japonés. 

En 1822, Iturbide hizo lo que correspondía a un estadista que aspiraba a hacer que su país fuera temido y respetado en el mundo: erigirlo en imperio. Y a ese propósito se encaminó a los pocos meses de consumar la Independencia, buscando en todo momento que esa decisión no fuera una imposición sino producto de la decisión de la más alta representación popular, que era el Congreso. Iturbide no creía en las revoluciones ni en el desorden. Antes bien, el que debe ser considerado como padre de la Patria, creía que el orden era la base de todo desarrollo civilizatorio. Por eso se negó a unirse a Hidalgo años antes, cuando el cura de Dolores, que era pariente suyo, lo había invitado a unirse a la lucha armada. Como hombre de su tiempo, Iturbide atestiguó el torbellino napoleónico en Europa; un proceso de destrucción, que fue en su momento vaticinado por ese enemigo acérrimo de la Revolución francesa que fue Edmund Burke. Por eso también Iturbide creía más en construir grandes proyectos que en destruir por destruir. Era ante todo un consumador, que no instigador de revueltas, mismas que redujo a lo mínimo necesario. Con esa visión y esa mentalidad fue también el padre del conservadurismo mexicano.

El 20 de mayo de 1822, el Congreso erigió formalmente a México como Imperio, a través de la proclamación unánime de Iturbide como emperador. Incluso y como él mismo lo narra en sus memorias, pretendió extender la votación a las provincias, sugiriendo detener dicha proclamación hasta que no se lograra lo anterior. Los diputados quisieron que fuera ya proclamado, y no esperar a que tuviera verificativo lo anterior. Por lo que al final y contrario a su petición, Iturbide fue electo emperador con 60 votos a favor contra 15. Fue ahí que México como país independiente, alcanzó su mayor extensión territorial, al haberse sumado Centroamérica al Imperio; lo que hacía que el territorio nacional comenzara desde la Alta California y concluyera en Costa Rica. El Imperio recibió el beneplácito de las provincias, que pronto terminaron enviando su apoyo por escrito. A los dos meses Iturbide fue coronado emperador en la Catedral de la Ciudad de México. Pronto el Congreso creó la Gran Cruz de la Orden Imperial de Guadalupe, que confería título nobiliario mexicano a quienes la recibieron, y mandó acuñar monedas del emperador, en cuya cara anversa, junto a su imagen, se leía la frase Agustinus Dei Providentia, y al reverso y abreviada, la fórmula Mexici primus imperator constitutionalis (o primer emperador constitucional de México, lo que confirma el compromiso firme de Iturbide con la monarquía parlamentaria).
Por su parte, la bandera nacional, también creada por Iturbide desde que encabezó al Ejército de las Tres Garantías, recibió la categoría de bandera imperial, al colocarse una corona al águila del escudo nacional. Se trataba de una representación equivalente a la que prevalecía en las monarquías europeas. La bandera mexicana utilizaba los colores de las tres garantías (unión, religión e independencia), inspirados a la vez en la representación cromática de las virtudes teologales, tan bien descritas por Dante en La Divina Comedia.
El prestigio de Iturbide y del Imperio Mexicano inspiraron al cono sur del continente. En septiembre de ese 1822, Brasil que por su parte había sido la joya de la corona portuguesa, decidió también transformarse en un imperio, cuando los Bragança, la familia real portuguesa, huyó de la metrópoli y se asentó en Río de Janeiro. El imperio brasileño fue gobernado por el monarca portugués en el exilio, que lo hizo como Pedro I de Brasil y IV de Portugal.

A los pocos meses de iniciado el Imperio, una comisión encabezada por Juan Francisco de Azcárate, se dio a la tarea de conducir las relaciones de una gran potencia, como se veía a sí mismo el Imperio. Azcárate sustentó su tarea de fomentar relaciones en cuatro criterios: naturaleza, dependencia, necesidad y política, y sobre los mismos emitió un dictamen. Conforme a la naturaleza, Azcárate alertó del peligro que se cernía sobre Tejas, y sobre el expansionismo de Estados Unidos. También alertó la posibilidad de que Rusia, que poseía Alaska, quisiera apoderarse de California; mientras que con los británicos convenía fijar las fronteras del Oregón y otras posesiones. Las relaciones de dependencia, eran las islas de Cuba y Puerto Rico, mismas que consideraba que tarde o temprano se unirían al Imperio, pero primero debían separarse de España. También sugirió sumar a las Filipinas y a las islas Marianas con ese mismo criterio. De esa manera el Imperio Mexicano tendría territorios en Asia. Por lo que hace a la necesidad, el dictamen reconocía al catolicismo como el sustento espiritual de la nación, y por lo tanto, convenía mantener la relación privilegiada con la Santa Sede, y buscar heredar el privilegio del Patronato Real, que ostentó la Corona española durante trescientos años. Conforme a tal, Iturbide debía tener el poder de determinar circunscripciones eclesiásticas, y nombrar obispos. Finalmente, en cuanto a las relaciones políticas, el dictamen reconocía a España como la madre patria, y como la relación más importante del Imperio, seguida de Gran Bretaña y Francia. Y proponía estrechar los lazos con las naciones hispanoamericanas, que también estaban surgiendo.

Desafortunadamente, y a diferencia de los intentos europeos que sí lograron consolidarse a lo largo de la historia, la experiencia mexicana duró apenas poco menos de un año, y al final cayó el Imperio, producto de una bien orquestada confabulación en la que dos personajes siniestros fueron clave en el desenlace: Antonio López de Santa Anna y el considerado como primer embajador de Estados Unidos en México: Joel R. Poinsett. La vulgar ambición y la inquina en el orden doméstico, se sumó a la voracidad expansionista y a la envidia en el orden externo, para que los acontecimientos jugaran en contra del interés nacional.

El Imperio Mexicano había nombrado como ministro plenipotenciario en Estados Unidos a José Manuel Zozaya, quien acudió a Washington. Tenía la instrucción de investigar las ambiciones del país vecino sobre los territorios mexicanos, así como enterarse de su capacidad militar y naval. Joel R. Poinsett, que mientras tanto había sido enviado a México como agente confidencial de Estados Unidos, recomendó al presidente James Monroe detener el reconocimiento del Imperio, y estando en México, de inmediato se involucró en la política nacional para gestionar los intereses expansionistas de su país. Una de sus primeras conspiraciones fue para apoyar la intención de Esteban Austin, hijo de Moisés, por colonizar de estadounidenses el territorio de Tejas.

A la animadversión estadounidense hacia el Imperio, se sumó la rebelión interna, en parte fraguada por Poinsett y las logias masónicas que ya estaban presentes en México, y que dirigidas desde Estados Unidos se proponían convertir a México en una república, para así tener frente a sí a un gobierno mexicano más débil con el cual negociar concesiones territoriales. El gran aliado de ese propósito fue Antonio López de Santa Anna, quien tantos dolores de cabeza le daría a la nación durante los siguientes treinta años. Santa Anna se levantó en armas en Veracruz en diciembre de 1822, y con el apoyo de sus aliados (entre los que se encontraban Guadalupe Victoria, Vicente Guerrero y Nicolás Bravo), proclamaron el Plan de Casa Mata, con el cual desconocieron al Imperio y a Iturbide, que de pronto se vio rodeado de traidores, que no eran otros que los mismos que lo vitorearon meses antes.

Los rebeldes se fortalecieron y terminaron por arrinconar a las pocas fuerzas leales del emperador. Quizás la traición que más dolió al emperador fue la de José Antonio Echávarri, hábil militar que había estado a su lado desde la época en que ambos pertenecían a las fuerzas realistas, y a quien Iturbide daba el trato de hijo. Fue su Bruto. La de Echávarri es una de las traiciones que más definieron el rumbo político de México.

Los diputados al Congreso, reinstalados por el emperador el 4 de marzo de 1823, después de haber sido disueltos en octubre anterior por aquél en uso de sus atribuciones imperiales, se reunieron en Puebla, y ahí fueron convocados a una sesión general por el emperador para el 19 de ese mes, día de San José: la misma fecha –coincidencia–, en la que 15 años antes, en 1808, estalló en Aranjuez el motín popular que condujo a la abdicación de Carlos IV. Parecía que Iturbide heredaba esa tragedia española.

Estando reunidos los diputados, fue leída una carta de Iturbide, en la que éste abdicaba del trono. En los motivos que daba Iturbide ––consumador nato al fin––, estaba el de terminar con la revuelta y evitar una guerra civil. Acto seguido Iturbide puso en manos del Congreso el poder ejecutivo, un acto que refleja la institucionalidad de Don Agustín, que revistió de protocolo su partida del poder, que acompañó de su decisión personal de expatriarse. La carta dejó perplejos a los diputados. Todo se había consumado, y México no tenía ya emperador.

Lo que vino inmediatamente después, fue el inicio del periodo de mayor inestabilidad política para el país en el caótico siglo XIX, que duraría hasta 1867. Durante ese tiempo, las repúblicas centroamericanas se separaron y Estados Unidos se engulló más de la mitad del territorio; lo que hizo que la extensión territorial disminuyera de 4 a 1.9 millones de kilómetros cuadrados. México enfrentó en el mismo lapso 4 invasiones extranjeras (la expedición de Barradas, la guerra de los pasteles, la invasión estadounidense y la intervención francesa). Y para colmo de males, el país se ensangrentó en el ámbito interno con la guerra de los tres años (la también llamada guerra de reforma). El país perdió su impulso inicial y no lo recobró nunca más.

Es verdad que las ucronías no deben considerarse como base para hacer prospectiva histórica. No existe forma científica que comprobar las consecuencias históricas de un hecho que no sucedió. Pero vale la pena darse una licencia histórica para analizar algunos posibles escenarios de lo que pudo haber pasado si el Primer Imperio Mexicano hubiera persistido. 

El Imperio Mexicano era constitucional, pues Iturbide creía firmemente en la voluntad popular. De resistir en el tiempo y desarrollarse, ese modelo de monarquía parlamentaria habría garantizado las fronteras, la extensión territorial mexicana, y se pudo convertir en polo de atracción para la unidad hispanoamericana, incluido, como lo dictaminó Azcárate, la anexión voluntaria de Cuba, Puerto Rico y las Filipinas. México se pudo convertir en la capital natural de un Imperio que creciera con el comercio y la industria (el sueño de Lucas Alamán), con capital en la Ciudad de México. Una nueva Washington, pero imperial. O mejor dicho, una Madrid americana.

La colonización inteligente de tan inmensos territorios, invitando a ciudadanos de diversas partes del mundo a vivir aquí (similar a la política australiana o canadiense del siglo XX), hubiera dado origen a un verdadero crisol cultural, que se asimilaría a la riquísima cultura mexicana. Después de todo, el país había vivido ya tres siglos de estabilidad y expansión durante la Colonia. Las posibilidades del Imperio hubieran sido no solo igualar a Brasil, cuyo imperio duró hasta 1898, sino incluso superarlo. Y quizás con el tiempo, y con la misma grandeza territorial, evolucionar hacia formas cada vez más democráticas de acrecentar las libertades y la prosperidad de la población. Así como lo hizo esa gran nación contemporánea, modelo de democracia, que es el único imperio del mundo libre en el siglo XXI: Japón.

México en cambio no logró trascender como lo hicieron todos los imperios que hoy en día son potencias económicas y de desarrollo, incluido Brasil.

No es revisionismo histórico lo que se propone en este ensayo. Pero queda claro que los países más desarrollados del mundo en la actualidad, los que menos desigualdad económica y social tienen, y los que son modelo de libertades y de prosperidad, son las monarquías parlamentarias. No hay una sola que sea un fracaso como proyecto de nación en el mundo contemporáneo. Por eso vale la pena soñar en retrospectiva y ubicarnos en 1822, el año que fuimos Imperio.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.